miércoles, 19 de octubre de 2011

PRESENTIMIENTOS

                                                                                      

Debió haberle hecho caso a sus presentimientos. Pero olvidó que su abuela le advertía que las tardes suelen ponerse tristes solo cuando algo malo está por ocurrir. ¿Qué podría pasarme? Había sentenciado de una manera incrédula y poco convencida. El escozor en los ojos no le daba, como antes, esas pequeñas señales de un llanto venidero. Sonrió y se puso en camino al llamado urgente que su prometida le había hecho. ¿Para qué tanto afán en verme fuera de la casa? A veces las mujeres obran de maneras que uno ya ni las entiende. No importa, pensaré que la tarde nos ha tendido una tibia sorpresa y aprovecharé el momento para recordarle cuanto la quiero. Los pensamientos le hervían de ternura. Una ternura casi celestial que le llevaba a navegar inconsciente en las rutas más inéditas de sus pensamientos. Sonreía cada vez que sus cavilaciones descendían al momento de la primera cita, al tiempo en que ella, era la luz en los ojos de aquel hombre que había optado por amarla. Siempre fue lo que debía ser: un hombre cabal, sin historias inventadas, ni por inventar. Respiraba de contento y cada bocanada le llenaba los pulmones de una frescura alucinante. Las calles mordían sus pasos y éstos, a la vez, el pavimento que se iba extendiendo a medida que las casas iban cayendo tras de su mirada. Nunca antes se había enamorado de una manera tan chiclosa y total. Ella, representaba la perfección en todos los sentidos de sus sentidos, aunque las malas lenguas dijeran lo contrario. El amor verdadero jamás tiene ojos ni oídos para los extraños. Él la quería, adoraba cada centímetro de su existencia, cada rincón de su ser. Estaba mil por ciento seguro que la mujer de sus sueños sentía lo mismo y ese amor era lo que hasta el momento los mantenía tan unidos. Las casas mostraban sus mejores rostros mientras él las auscultaba de manera traviesa. Cada una de ellas le devolvía una sonrisa en alguna ventana semiabierta o en algún portón rechinante que iba dejando tras de sí. Las nubaciones de colores grisáceos hubieran quitado a cualquier persona las ganas de seguir adelante; pero no a un hombre enamorado. Tenía que llegar a su destino, cueste lo que cueste, y proponerle matrimonio de una vez por todas. Iba a ser una sorpresa, pero esta era una oportunidad única para hacer de esa sorpresa algo mucho más romántico y sideral. Tocaba de cuando en cuando el bolsillo de la chaqueta y palpaba risueño el bultito que guardaba en su interior la prueba final del amor que profesaba. Masticaba sonriente cada palabra, ensayando las mejores frases y eliminando las silabas restantes. Tejía sin saber una especie de oda sentimental que en esos momentos, le nacía del corazón.

Al fin, luego de haber recorrido las dieciocho cuadras existentes entre su casa y el parque de las nazarenas, dio una mirada a todo su derredor tratando de ubicar la figura de la mujer que urgía de su presencia. Levantó la mano izquierda para percatarse de la hora, hizo una mueca casi sorda y decidió esperarla sentado bajo uno de los árboles que también esperaban, como él, alguna forma de cábala temporal. Extrajo de su bolsillo la cajita con la sortija y mientras la observaba, recordaba los mejores momentos que juntos habían inventado. Los momentos bajo la lluvia que ambos disfrutaron a su manera y también las noches de luna llena cuando buscaban en el infinito estrellas fugaces que fueran capaces de concederles un mágico deseo. Si, lo había pensado bien y era la mujer perfecta en todo sentido. Nadie le había hecho sentir tan vivo como lo hacía ella. Sus ojos acuosos, también sonreían junto al recuerdo de tanta felicidad. El brillo de la sortija resplandeció cuando de un momento a otro, la luz del sol pudo filtrarse por algún resquicio de la tarde grisácea. Una especie de emoción le abordó de inmediato y trataba de convencerse a sí mismo de que podría haber sido un milagro. Sí, un milagro en plena era atómica y falaz. Debía serlo, tenía que serlo, puesto que su corazón daba saltos olímpicos en esos momentos.

El amor es ciego dice la frase. El amor es sordo dice la vida y el amor es a veces tonto, digo yo, porque en esos momentos su emoción había nublado su miedo, ese miedo que suele actuar como un presagio de algo anormal dentro de nuestra realidad. Pero no, en esos momentos su corazón andaba confundido con todas las imágenes felices que se habían quedado tatuadas en su corazón, como una especie de estigma sagrado y fatal que no haría más que destruirle el alma misma desde su raíz. Debió haber estado cegado de felicidad o, por el contrario, rememorando cada pasaje de su existencia. Jamás se percató de la presencia de las dos sombras que actuaban como personajes y pistola en mano, lo observaban desde su espalda. Un chispazo de intuición corrió por sus venas, como una correntada de adrenalina y lo expulsó del lugar como a un atleta luego de haber oído el disparo de partida. Mientras sus pasos devoraban la distancia, su mente trataba de subsanar algunas culpas y algunos juicios que no podía aceptar, no quería hacerlo, no debía simplemente. Un cansancio total terminó por darle aviso de que ese día estaba marcado en el calendario de los dioses. Volvió la mirada y pareció recoger en sus ojos el último brillo de aquella sortija que lo había entregado al enemigo. Buscó una salida entre tantas puertas y solo encontró oscuridad. Sabía que nunca más volvería a ver la luna desde sus ojos, ni volvería a sentir el susurro de la lluvia a la distancia. Mordió su amargura, su decepción y su tristeza y se acurrucó en una esquina del paredón que lo esperaba para su última sentencia.

El último pensamiento que pasó por su cabeza, luego del sonido de aquellas detonaciones, fue una tibia masa sólida que terminó por apagarle la esperanza.