jueves, 2 de febrero de 2012

ELLAS NO SABEN LO QUE PIENSO


Sus ojos se nublan y se diseminan de la realidad, como si trataran de adivinar una expresión que no se acerca ni al más mínimo racconto de la esperanza. Yo, la contemplo desde esta mi distancia y mis ojos no encuentran su mirada. Ella, cree que mis pensamientos están dirigidos a la broma fofa que acaba de hacer sobre un mal aventurado chiste feminista, que quizá lo aprendió de puro loca. Por supuesto, no me interesa nada de lo que diga. El momento no es el adecuado para prestar atención a las cosas que están lejos del interés de mis manos. Ella, comprendiendo el valor de sus palabras, mantiene un prolongado silencio y se acerca a mi lado. Yo, solo veo sus enormes pechos. No tan enormes como los había soñado pero, a estas alturas, no me interesa ni un pepino que fuesen del tamaño de dos rábanos, o que fuesen ubres bien dotadas. Ella, sonríe inocente y yo muy dentro reflexiono el porqué las mujeres llevan esa faceta engañosa de inocencia preconcebida en la cara y en los gestos. No me importa mucho ahora que mis brazos acarician sus cabellos y el fresco aroma de ellos embelesan mis sentidos hasta el punto del suicidio. Respiro su tranquilidad mientras le explico alguna canción de Sabina o le busco algún refrán que deja entre abiertas sus expectativas hasta ese momento. La observo, como a las demás y también ella, acomoda su cabeza sobre mi pecho como suelen hacerlo aquellas mujeres que buscan protección y seguridad, ternura y complicidad. Le sigo la cuerda y mientras tanto mis malévolos pensamientos me llevan a imaginarme el color de sus senos, el volumen, el radio, el espacio perfecto de sus pezones entre mis dedos. Mis ojos la auscultan con lujuria, pero ella no se da cuenta o, si lo hace, muy bien disimula. De todas maneras mis manos acarician ya su cabeza y descienden lentamente en una sucesión exacta de frotes que ella no entiende pero, las asiente. Me habla de la mala suerte que tuvo con la familia y de la peor suerte que tuvo con su enamorado. Sí, los hombres ¡son unos perros, unos desgraciados! Yo, la escucho sin escuchar o sin atender lo que me está contando. Ella, parece no darse cuenta de lo que hago y a mí me conviene seguir fingiendo que adoro sus palabras, sus historias, sus putas charlas. Si solo pudiera tener una neurona más para que la pueda auxiliar en su razón extraviada, quizá pudiera darse cuenta de que mi boca se hace agua mientras rozo sus caderas lento, muy lento, pero seguro. Sí, aunque ella ignore lo que uno lleva dentro, muy dentro, en los pensamientos, la verdad es tal como la digo. Mis manos han sabido aprovechar los minutos y mientras la izquierda acaricia su cabeza, la derecha (más diestra) recorre los contornos que están a su alcance. De momento en momento, se mete la duda entre mis ajetreos y comienza una batalla interna, ínfima pero llena de tormento. Quizá no todas las mujeres sean tramposas. Quizá solo el noventa por ciento sean así de mañosas. Quizá el único porcentaje que me queda de duda no esté junto a mí en estos momentos. Ya no jodan con esos pensamientos, con esas conjeturas de ética y moral que uno lleva en el fondo. También yo lo llevo, pero muy, muy dentro, no a la vista de cualquier pendejerete que se asome a la puerta para tratar de fregarme. Esa verdad uno la aprende en el camino, a medida que anda disparejo y continuo, andando como ganso tras de las más alucinantes mujeres. Sí, lo admito, también soy un desparramado amante provisorio. Carlita, está que frota su cabecita en mi pecho, eso quiere decir que la tengo justo donde la quiero. Sus ojos parecen artificialmente adormecidos, tienen un aspecto cómplice y risueño. Lo mejor de ser independiente es tener un lugar para hacer de él, el milagro del todo. Ella está con un polo rosado, pegadito a su cuerpo, con un escote que mejor ni lo cuento. Esa diminuta prenda no deja mucho a la imaginación, y viendo todo eso me entretengo y trato de seguir imaginariamente la línea de sus senos que me lleva hasta el verdadero destino, el infierno interno. Sus pezones están erectos y eso me permite rozar, con mis dedos, aquellos firmes pequeñuelos. Sus ojos ahora están cerrados y los míos, destruyendo la resistencia del jean color azul que no termina de cubrirle las piernas. Vaya, ¡qué tipos de moda!, pienso por un instante y luego vuelvo a mi entretenimiento. Ella, me dice que soy muy buen amigo; mantiene los ojos cerrados y me lo repite agregando algunas cosas que deben estarme adulando. Yo, no le presto la mínima atención, pues mis sentidos están concentrados en las caricias de mi mano derecha que ahora, sigilosamente, dibuja el contorno exacto de aquellas erecciones. Como un autómata programado, mis respuestas son vagas interjecciones que no pasan de ser bisílabos y, a veces, solamente estúpidos monosílabos que ella no es capaz de interpretar de la forma correcta.

Claro que para momentos como estos, es posible que ni ella ni yo estemos seguros de que la charla sea realmente lo que necesitamos para estar en contacto. Quizá ella realmente piense que soy un gran amigo, una persona de grandes principios; pero la pura verdad es que la miro con hartas ganas de llevármela a la cama y dejarla tendida, si es posible, de por vida. Sí, tendida allí mismo disfrutando todos los días de su vida el momento que podría eternizar en sus pensamientos. Tendida, como todas las demás que alguna vez llegaron para quedarse.

No digo que soy un brabucón o un experto en la materia, lo único que creo es que una mujer que apenas ha comenzado a vivir las experiencias de la juventud o la adolescencia, queda marcada, de alguna manera, con las grandes impresiones o los grandes momentos, sean dolorosos o inmensamente felices y satisfactorios. Inesperadamente ha levantado su cabeza sin abrir los ojos. Sus labios entreabiertos dejan ver el ápice de su húmeda lengua. Repasa sus labios lentamente y éstos, adquieren un brillo imperdonable. No hay más señal que aquella que se me muestra, sin afán de disimulo. Mis instintos son más grandes que mi razón, en esos momentos no hay pensamiento que valga la pena. Ella, habla como dopada, lerdas y, casi ininteligiblemente sordas, son sus palabras. Acerco mis labios hasta sus oídos como trazando un camino recto hacia lo inevitable. Siento sus palpitaciones aceleradamente pausadas y su aliento tibio calienta mi cabeza por completo. Succiono sus lóbulos con delicadeza y ella, aún trata de balbucear algo que su deseo retiene entre dientes y lo mastica, lo tritura y finalmente lo engulle para quedar así en el más remoto silencio. Ella, menea la cabeza y yo sigo sus movimientos con destreza. El acto tiene que ser un ritual sumamente cuidadoso; uno que exige muchos pasos certeros y ordenadamente continuos. Mi lengua, de vez en cuando, ingresa tibia como el siseo de una serpiente al interior de su oreja y provoca en ella un rictus espinal que la acompleja y le hace abrir los ojos, dubita por unos instantes el esquema de juego, al cual, ha sido arrastrada por su propia iniciativa. Siento el silencio en su corazón y me detengo. La ausculto como esperando alguna palabra de rigor que podría detallar para mí, mejor el desenlace del momento.

<< ¿Que estamos haciendo? Susurra al fin y prosigue con su ataque fortuito de arrepentimiento y moralidad redescubiertos en su genética, o inevitablemente, trasmitidos por generaciones de mujeres que han estado en situación similar y tienden a extraer de alguna parte de su oscuro interior aquella inocencia virginal, la cual, (estoy seguro), ninguna de ellas posee. ¿Qué vamos a hacer? Pregunta y yo, sabedor de aquellas clásicas interrogantes ya tengo la respuesta que ellas, inconscientemente esperan recibir: ¡Nada que tú no quieras!>> Todo vuelve a la normalidad. Mis labios están rozando su cara en un vaivén incesante que redescubre los contornos de su rostro. Ella, abre los labios como si esperara de antemano recibir algo que yo ando ofreciendo desde hace más de media hora; pero le alargo el plazo y recorro lentamente su cuello. Enloquece, se le siente ansiosa y eso me llena de un valor inexplicable. Un valor que no se detiene en ninguna parte, un valor que llena de rabia mi ego y me nubla los pensamientos. Se derrite como la mantequilla en la sartén. ¿Cuántos amantes pagarían millones por llegar a una situación como ésta? Que se encarguen las estadísticas de ello que yo terminaré por encargarme de la cena que ya está servida. Mi boca está descendiendo por su cuello, su pecho se extiende como una sabana enorme que solo mi camélida lengua es capaz de recorrer. Así lo hace y avanza a hurtadillas como describiendo cada centímetro de su piel y se entretiene en la gruta secreta de la unión de sus montañas gemelas; ella, termina por abrazarme completamente y encarcelarme en esa última caricia. Llego a sus labios y éstos como náufragos sedientos se abalanzan a interpolarse con los míos en un juego extremo de presión y fatiga. Mis manos ascienden a veces desde su cintura hasta su pecho y, descienden otras veces desde sus senos hasta sus muslos, provocando en ella movimientos discontinuos y electrizantes. Dos pequeñas tiras soportan el polito escotado de Carlita. Dos tiritas insignificantes que mis manos han sabido deslizar sabiamente hasta dejarlas fuera de combate. Es así que mi lujuria desciende a través de mi boca y se cuela en besos pausados hasta el alma encendida de mi amante. Mis manos, dislocadas de sus rutas señaladas, se dirigen a los lugares más inhóspitos y salvajes. Ella, aun procura detener el avance del tropel de caricias, pero ya es demasiado tarde, pues se abren sus senos como capullos de rosas y están sonriendo indecisas a los besos que se les acercan. ¡Demasiado tarde para todo y aun temprano para nada! Los pensamientos son letras escarlata que naufragan en una sola dirección y se estampan como estigmas sediciosos en cada milímetro de piel virgen de la doncella. Muchas veces sucumbí a las tentaciones de este tipo y quedé regado en sopor y aletargamiento. Los años no pasan en vano, el tiempo es el mejor maestro que he logrado tener. El color de su polito se ha desvanecido tras de mis manos y debajo de sus bien formados senos. Procuro dejar todo mi talento en su cuerpo y ella colabora ansiosa para que yo pueda lograrlo. Pienso que ahora sus pensamientos ya no son de pulcritud, a estas alturas, en lo único que estará pensando, podría ser, en abrir las piernas. De momento me invade una cruel alucinación: es la enamorada de tu amigo, ¿qué estás haciendo? A la mierda con eso, nadie hace caso al ángel que lleva dentro y son inútiles sus estrategias y su inversión de tiempo, porque la verdad de las verdades, uno siempre cae en la tentación y termina por olvidarse de su santidad interior. Yo, curtido como nunca, soporto el trajín sin dejar que resbale de mi frente ni una sola gota de sudor. Sigo el compás del juego como todo un profesional y aguardo el momento esperado, ese momento que nos llevará a ambos a la mismísima gloria. Carlita, ha caído en la telaraña y juega como toda una profesional. Se me olvida todo en ese momento, no me interesa quien es quien y a quien le pertenece nada de nada, el momento es prolijo como para desperdiciarlo en reflexiones que nunca van al caso. Desabrocha su pantaloncillo de una manera tan sutil que quiere pasar por inocente, pero ya las cartas están echadas y todo lo que ella haga es solamente acto de rigor, finamente establecido por centenares de centenares de generaciones de las mejores amantes inimaginables. La veo ensopándome en sus gemidos y en su débil sudoración. Ella, no abre los ojos ni siquiera para ver cómo se desliza su prenda hasta sus rodillas. Frota sus senos con sus dedos mientras balbucea alguna que otra frase corta y me incita, me anima a que no me detenga, me enseña el camino y me guía con sus manos temblorosas hasta el final de su propio destino. Miro el espejo y la imagen que está dentro, me hace un giño cómplice, como indicándome que ha llegado el momento. Yo, afirmo con un movimiento de cabeza y procedo a deslizar mi rostro por entre sus piernas, estiro la palabra hasta su silencio y ella, estalla en un gemido interminable, que explota como una solución a todo problema. Abro lentamente el cierre de mis pantalones y extraigo el arma final. Mido la distancia y todavía pienso en los ojos cerrados de Carla, en su cuerpo esbelto, en sus quejidos traviesos. Sacudo la cabeza y busco el espejo como queriendo no encontrar lo que finalmente encuentro. Ahí está la imagen que me mira ansiosa, presionándome a que termine de una vez lo que ambos, alguna vez, comenzamos. La mujer se muere de excitación, ha sido presa de un orgasmo prolongado y furioso. Todo ha ido creando una atmosfera adecuada para culminar la velada. Allí está, tan inerme e indefensa, esperando la puñalada de placer que a esas horas se prepara. Sus piernas abiertas esperan a su nuevo inquilino, aquel que la embestirá de manera continua y prolongada, para darle gusto a su lujuria, ahora revelada. Saco el arma y la acomodo, de manera tal, que penetre en ella sin crear dolores molestos e innecesarios. Se la incrusto y ella de inmediato abre desproporcionalmente los ojos y emite un quejido de dolor casi inaudible, pero certero. Su rostro ha logrado reflejarse en el brillo del escalpelo que la desgarra. Un hilillo de sangre da un color carmesí al lecho donde su cuerpo descansa. Ahogo sus gemidos con largos besos largos, y ella, se adecua inmediatamente al ritmo de las embestidas que no dejan de invadir las entrañas de su cuerpo. Todo ha llegado al final, al silencio total, al clímax de la soledad.