Ella, no sabía
que el amor era dañino para el corazón. No tuvo jamás oportunidad de
comprobarlo y sin embargo decidió arriesgarse. Todos los jóvenes lo hacen: ¿por
qué no debería también yo intentarlo? Se repetía inconscientemente para justificar
su decisión. Su corta edad no le había dado tiempo de registrar tras su mirada
los acontecimientos que decían lo peligroso que era amar. No le importó, siguió
su camino hasta llegar a la motocicleta negra con franjas plateadas, donde se
hallaba el motivo de su decisión. No me importa lo que piensen –le dijo- estoy
decidida a conocer el amor. Y era verdad porque su decisión no le percató de su
edad, ni del motociclista que era mucho mayor. Desaparecieron por el horizonte.
El bar desabrido que la vio nacer a mujer, quedó abandonado por unos instantes
en el silencio cómplice que apaña las vicisitudes. Un minuto después volvió a
ser el mismo que había recibido a Samanta a sus catorce años. Cuando murió su
madre, ella aun no comprendía de qué color debía pintarse la vida. Sus crayones
grasosos jamás le enseñaron que los arcoíris son solo reflejos de luz que
endulzan nuestros ojos y alegran los paisajes de la vida. Nunca supo que los
interminables corazones que dibujaba no representaban más que una ilusión del
amor, de ese amor que inconsciente buscaba y que, inconscientemente le impulsó
a mar. Su niñez fue un círculo interminable de decisiones frustradas por el
tiempo. Su padre no ocultaba su resentimiento hacia ella, cada vez que
retornaba ebrio. Culpaba a Samanta de la muerte de su madre y en parte quizá
tuviera razón ya que fue el parto quien tomó la decisión de seleccionar un
sobreviviente. Ya no recibía los golpes de antes, pues había logrado construir
bunkers imaginarios que la secuestraban del dolor y le daban la salvación que
buscaba desesperadamente. Es triste saber que la imaginación puede salvarte de
los malos momentos, pero jamás pueden lavar tus heridas. Así lo entendió ella,
y a partir de sus ocho años retó al dolor a un duelo a muerte del cual solo uno
podría salir vencedor. Y entonces decidió amar como jamás le habían amado; y
decidió también dormir a su padre mientras soñaba su borrachera. Lloró, más por
compromiso que por amor, pero lloró y ese llanto la acompañó en sus
interminables huidas de las casas tutoriales donde nunca se sentía querida. El
mundo ajeno jamás será como el mundo propio –se decía sollozando- luego de
haber sido maltratada por quienes debían cuidarla; y tenía razón pues su
fragilidad le vedaba el mundo maravilloso que alguna vez dejó de soñar.