lunes, 17 de noviembre de 2008

ONIRIAS DESDE EL INFIERNO

He estado esperando millones de olas en el puerto a que apareciera mi barco. Jamás aparecen las cosas cuando uno realmente las necesita. Es una verdad certificada. Tajante. Real. Estúpida.

¡Cuánto tiempo tiene que esperar un ser humano para que se digne, Dios, en hacerle un milagro? uno, aunquesea tan pequeño como un grano de arena, como la fe que él mismo pregona, lo cual sería suficiente para mover una montaña? Lo malo de esperar es que uno se siente tan bien esperando, creyendo que todo a su tiempo llegará y no hace más que esperar; cuando la verdadera revolución se encuentra fuera de tu lugar de espera. No voy a resignarme nunca más a quedarme esperando como si el maná del cielo cayese para satisfacer el hambre de sentimientos que poseo. No esperaré más. Lo había decidido.

Hace poco traté en vano de romper mi vieja rutina filosófica de seguir pensando "no busques... espera... todo llega a su tiempo" qué tiempo es aquel que todos los mansos de corazón, comentan? si han pasado millones de años (así lo siento dentro de mí ) y no ha habido una señal siquiera de la llegada de una ilusión, por lo menos pequeña para mí. Algo así como una satisfacción a mis vacíos emocionales que le devuelvan la vida a mi alma, el latir a mi corazón y a mi mente la razón? Nada de lo que había soñado encontrar lejos de mi caduca esperanza se presentó entonces y nada, se presenta hasta el día de hoy. Este hoy que quedará grabado en el fondo de mi historia como un estigma malvado, más que sagrado, que ha sido el causante paradójico de mi presente sufrimiento. Hoy conocí a una persona que a primera vista impactó en mí. Una mujer de esas mitológicas. Una de esas... salidas de cuentos de hadas, duendes y ninfas. Comprobé de paso que la selva tiene sus encantos y que el hombre siendo hombre es un perfecto animal, muy mal adiestrado. De todas maneras los ojos me decían que algo de bueno había visto en mí, aquella escultura de mujer. Seguir soñando no cuesta nada y seguir revolcándose en la pesadilla de aquel sueño, tampoco. Bailamos casi toda la noche, las veces que yo tocaba, ella se sentaba a mi lado cogiéndome de los brazos y friccionando sus despampanantes curvas en mi ser. Era seguro que yo era el objeto de su cacería. El blanco perfecto que había estado esperando. ¡Mierda!, lo peor de todo es que no pude resistirme, aun sospechando que todo podría salir mal, que podría ser una trampa o en el colmo de los casos, que pudiera pescar alguna enfermedad. Nada funcionó en esos momentos. Estaba atrapado entre las telarañas de sus ojos, su seducción había hecho el efecto esperado y claro, yo estaba expuesto, dispuesto y tarantulizado con aquellos sus encantos.

Todo pasó muy rápido, más rápido incluso que el paso de un segundo a otro. Nos despedimos de madrugada, ella se fue sonriéndole a la vida, a la naturaleza salvaje y a la noche que aún estaba soñolienta y dispuesta a seguir soñando dentro mi ser, aquella velada interminable, que cual estrella fugaz, había atrapado mi alma y la de ella, en un ardoroso suspiro de la cálida oscuridad de la selva peruana. Yo me quedé satisfecho conmigo mismo, con el orgullo al hombro y el pensamiento en lo más alto del mundo. Eres todo un macho, me decía yo mismo y sonreía estúpidamente por lo ocurrido.

Los despertares en medio de la atmósfera infernal de la selva son lentos, torpes y asquerosamente ociosos. Mis perezas desaparecieron cuando una mano me sacudía como a muñeco de trapo y me decía que habían algunas personas que preguntaban por mí. No supe qué pensar (la verdad es que en lo único que podía pensar en esos momentos era en vaciar mi vejiga que estaba a punto de reventar) Me levanté como sin querer. Saludé a las personas que estaban en la entrada de nuestra habitación y me dirigí al baño, haciendo esfuerzos sobrehumanos para disimular mi premura. Aún soñoliento desahogué mi aburrimiento y me entretuve un rato con el agua que a esas horas estaba hirviendo. ¡Mierda!, como se extraña la frescura del agua serrana cuando uno se encuentra en el infierno, pensaba y me lamentaba. No tuve noción para contar los minutos que me quedé remojando en el baño. Volví haciendo esfuerzos sobrehumanos para recordar que la causa de mi despertar había sido la inesperada visita de tres personas. Quienes podrían ser? si éramos extraños en esas tierras, familiares no teníamos y ni siquiera habíamos hecho amistades con nadie. Bueno, meditabundo aun en todo lo acontecido subí las escaleras y antes de poder completar mi travesía, una voz me detuvo diciendo: Ellos son mis padres. Levanté la mirada como tratando de digerir aquellas palabras. Quería detener el tiempo en esos momentos, detener la vida, detener todo si era posible y quedarme solo, en el más amplio silencio que pudiera imaginar. La hipocresía ganó una sonrisa en mi rostro mitad extrañado y mitad cojudo. Mucho gusto les dije, mientras observaba sus atuendos hechos de telas simples y sus extrañas vestiduras. ¡Eran nativos!. Cómo pueden los nativos tener hijas tan lindas? pensaba mi yo interior, mientras mi más pesimista yo interno repetía como jodiéndome la vida: ya me cagué por pendejo... De momento, el hombre de unos cincuenta y cinco años estorbó mis cavilaciones. era un personaje cetrino, de mediana estatura, con un traje enterizo a modo de bata, pulseras de muchos colores en las manos, arco y flechas, descansando en el dorso, la cara ligeramente pintada de negro, blanco y rojo. A primera vista parecía que estaba de cacería, pero no podía imaginarme que yo sería la presa. Mi hija me ha dicho que congeniaste con ella, me dijo. Hemos venido a sellar el compromiso. El mundo se me hizo tan pequeño que no me dio ninguna alternativa para escapar de él. Pensaba dejar todo y correr, correr hasta donde una flecha de honor detuviera mi huida, correr hasta el pasado y no ceder ante las tentaciones carnales, correr, solamente correr y desaparecer en ese último intento de redimir mi terrible error. Me quedé contemplando el vacío de las palabras de aquel hombrecito que entre otras cosas me decía que era el jefe de una tribu que ni siquiera pude comprender bien. La mujer por su parte parecía estar contenta. Contenta pero de qué? de la hazaña de su hija? de la suerte de un idiota que no dejó pasar la primera oportunidad que se le presentó? de lo fragil y blanda que puede ser la aventura de la carne humana?. Ya no sabría que decir.

Me quedé en silencio por mucho rato. El papá que ahora pasaría a ser mi suegro, me miró como auscultando mis pensamientos y sentenció: Aquí el honor se paga con la vida. Se me agujerearon los sentidos y se me secó la boca por completo. Soy una persona de honor le dije. Que sea lo que Dios mande, señor.
Dentro de tres meses tendrán que casarse. Te daré la parte de arriba de la casa para que mantengas a mi hija, treinta cabezas de ganado y tres hectáreas de frutales junto al río. Estarán bien con ese poquito por mientras, hasta que se establezcan de forma mejor. Cuánto darían otras personas por estar en mi lugar. Cuanto darían otras personas por tener una mujer como aquella entre sus manos, cuánto darían otras personas por tener una vida holgada y ociosa llena de lujos, aunque nativos, pero lujos al fin. Cuánto daría yo por huir de esta ventura, refugiarme en los brazos de aquella persona que calma todo dolor en mí. No merezco nada, no merezco nada de ella. Porque no soy digno ni siquiera de su perdón.

Respiré profundo. Nadie se enteró de nada, excepto yo. Me trague el mal sabor del momento y decidí volver a casa. El problema era la guerra que en casa tendría que producirse por mi causa. Papá me echaría de su lado por imbesil y mamá, con su sabiduría infinita, me retendría y me diría que buscaríamos una solución saludable. Después de todo creo que la casa estaría dividida entre dos bandos que al final terminarían quebrantando la tranquilidad del hogar. No les digas nada, me aconsejaba el diablillo interno. Es necesario que se los digas, me decía la conciencia. Oculta todo, huye. Una promesa es una promesa. Mierda, déjenme en paz. Grité para mis adentros y decidí resolverlo de una manera razonable. Hablaría solo con mamá y me despediría de la casa para irme definitivamente a vivir las consecuencias de mis actos.

Volví a casa, con el ánimo a tope. Disimulando al máximo todo lo acontecido hasta entonces. Mamá estaba de viaje y solo permanecían en casa papá y mis hermanos. No les diré nada, pensé. Esperare a que mamá vuelva y entonces todo será mas fácil. El momento de las interrogaciones las saldé como pude y huí de la sala para refugiarme en mi habitación. Mamá no volverá sino después de tres semanas, me decía mi hermana menor tras de mi puerta. Mierda, tres semanas es menos del tiempo que tengo para solucionar todo por aquí y establecer mi residencia por allá. Gracias linda, le dije ocultando mi desesperación.

Estaba tirado en mi cama rezando algunas plegarias que trataba de parchar de la mejor forma posible. Quizá sea un convenido, porque no se rezar, no he acudido a Dios casi nunca, excepto cuando lo necesito y eso me denigra lo sé. No merezco juzgamientos de nadie. A estas alturas no quiero clases de catecismo o buen comportamiento católico. A decir verdad me enferma la religión desde siempre. Unos golpes en la puerta me avisaron que era papá. Tragué saliva y decidí enfrentarlo de una vez por todas. Ahora o nunca, me dije. Me miró detenidamente, con esa mirada de padre que sabe de los problemas en los que esta metido su hijo. Toy jodido, me decía yo mismo al sentirme acorralado. Papá, le dije. He tenido que ocultarte algunas cosas. Pensaba decírtelas cuando mamá estuviera aquí con nosotros. Su silencio terminaba por fregarme la tarde y el momento mismo de la acción. Aun me escrutaba con esa mirada larga y sapiente, la cual no podía aceptar tonterías y mucho menos, mentiras. Al grano, me dijo. Con una voz que atravesaba los cielos de mi protección juvenil y se clavaba directamente en mi miedo. Era como una pastilla de la verdad. No sé como ni cuando comenzó todo, pero cuando me di cuenta de lo que sucedía, ya estaba terminando de contarle todo lo sucedido. Observé en silencio como sus labios trataban de ejecutar una palabra. La palabra final: La palabra que terminaría con mi futuro en esa casa. Esa palabra que estaba esperando desde antes de volver. Toma tus cosas, me dijo. Agaché la cabeza como un animal rendido. Me alcanzó un dinero. Para tu pasaje, me dijo. Lo miré sin decir nada. Qué podría decirle? Lo miré mientras lentamente se daba la vuelta para abandonar mi habitación. Estuve a punto de gritar, decirle que era un cobarde que no sabía hacer otra cosa que botarme de la casa, sin siquiera comprender el problema. Se detuvo en la puerta y me dijo: Soluciónalo como el hombre que eres y vuelve a casa con la frente bien en alto, como hasta ahora la tienes.

Mis ojos aún me arden por todo lo sucedido. Supongo que habré llorado como una Magdalena. Hoy desayunando en familia, veo a mi padre y lo respeto desde mi distancia. Veo a mi madre y la quiero más que nunca, veo a mis hermanos y los añoro aun más que ayer. Suspiro largamente y reflexiono acerca de lo crueles que pueden llegar a ser nuestros sueños.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola corazon!!! genial historia, me gusto mucho la parte final, tienes toda la razon .... te kiero mucho bye cuidate un beso

loreta